La historia del señor Matsumoto o "Del ignoto origen e insólita travesía de la jacaranda"

Soy una persona que se solaza más con el clima frío que con el caluroso. Pero en estos momentos sufro al pensar en todos los indicios y predicciones meteorológicas que anuncian un calor endemoniado para esta primavera.
Alguien afirmó que la ciudad de México tenía cinco climas. Ajá. Seguro que fue los que contó en su aire acondicionado. Más razón tuvo don Poncho Reyes al atribuirle al valle de Anáhuac un otoño perenne, aunque no contó con que el clima, como los habitantes de la otrora región más transparente, es caótico, impredecible, de una forma entusiasta.

Pero a fin de cuentas, qué importa cuando gracias a este calor del demonio uno puede contemplar jacarandas tan floridas por todos lados. Y qué importa el calentamiento global, la emisión de gases y todo lo demás cuando los botones lilas nos envuelven de cabeza a pies.

Comparto con ustedes un artículo referente al regalo que nos obsequia esta ciudad y este calor. Como podrán ver, tiene un origen que vale la pena conocer de la misma forma como parece necesario rescatar el nombre y la memoria de quien lo trajo a estas tierras.

Artículo publicado en el diario Reforma. (México, D.F., México.) 4/02/2003

Cambian la historia del paisaje urbano
REFORMA/ Redacción

Si el barco que condujo a Tatsugoro Matsumoto de Japón a Perú en 1892 no hubiera pasado por México, el paisaje que usted mira por su ventana sería muy distinto. No habría jacarandas, hortensias, camelias, bugambilias rojas, bugambilias blancas, ni tampoco muchas variedades de tulipanes, narcisos, gladiolos, crisantemos, azaleas y rosas. En la avenida de Las Palmas no habría palmas.
Cuando Matsumoto era jardinero imperial en Tokio, fue contratado por el ministro de Hacienda de Perú para diseñar un jardín en aquel país sudamericano. "Al hacer escala en México", cuenta su bisnieta Marie, "se dio cuenta que la gente de estas tierras tenía un aprecio especial por las flores y las plantas. Algo sintió mi bisabuelo en los pocos días que estuvo aquí: intuyó la predilección de los mexicanos por las flores".
A su regreso del Perú volvió a pasar por México y decidió que quería vivir aquí. Viajó a Japón, vendió sus bienes y le dijo a su esposa y a sus hijos:
"Cuando haga fortuna, regreso por ustedes". Tenía 31 años.
No volvió a poner un pie en Japón, murió en la Ciudad de México a los 94, pero fundó el más grande emporio de flores y jardines que el País haya conocido.
La casa Matsumoto está reconocida por la Cámara de Comercio de desde 1898. Porfirio Díaz, Alvaro Obregón, Manuel Avila Camacho, son algunos de los ex Presidentes que requirieron los servicios del ex jardinero imperial.
El hijo mayor de Tatsugoro, al ver que pasaba el tiempo y su padre no regresaba, viajó a México en su busca. Lo encontró instalado en la calle de Colima 92, en la colonia Roma, el mismo lugar donde todavía hoy está la casa matriz de Matsumoto. Lo único que su padre había logrado acumular eran deudas.
"Sanshiro, mi abuelo, le dijo a su padre 'Vamos a trabajar y a pagar todo lo que debes'", relata Marie. "Sanshiro sí tenía olfato para los negocios. Mi bisabuelo siguió diseñando jardines y mi abuelo se dedicó al cultivo de flores y plantas. Tardaron diez años en saldar sus deudas y se quedaron en México".
Sanshiro Matsumoto era un hombre estudioso y emprendedor. A través de los libros aprendió acerca de unos árboles brasileños que en primavera dan flores moradas y alfombran los jardines: las jacarandas.
"No es que mi abuelo haya ido a Brasil a traerlas, sino que por sus lecturas conocía en qué clima y en qué época se daban. Dedujo que en México prenderían bien y que las flores durarían más, porque aquí no llueve en primavera. Mandó traer las semillas y la jacaranda se dio tan bien que parece que fuera una planta nativa".
Sanshiro trajo diversas variedades de palma, de trueno, de hule. Importó también híbridos de la dalia y la nochebuena. El y su padre tenían contactos en Estados Unidos y Canadá, en Francia, en Sudamérica y naturalmente en Japón. Después de considerar los climas y las altitudes, mandaban traer las plantas más adecuadas para la tierra de México. Los Matsumoto fueron los precursores de la jardinería del paisaje en nuestro país.
La esposa de Tatsugoro iba y venía de Japón a México, y le preocupaba con quién podría casarse su hijo Sanshiro. Cierto día, en Tokio, le preguntó a una muchacha si le gustaría contraer matrimonio con su hijo y le mostró una fotografía. Ella quería salir de Japón, así que accedió. Sanshiro y María del Consuelo, nombre con que la bautizaron aquí, se casaron sin conocerse, antes de que ella se embarcara rumbo a México.
Al ver que su marido cultivaba plantas y flores, mientras que su suegro diseñaba jardines, María del Consuelo se puso a hacer arreglos florales. En los años 20 la casa Matsumoto era una florería en forma. "Mi abuela preparó arreglos para Jorge Negrete, Agustín Lara, Cantinflas y muchos Presidentes de la República", dice Marie con orgullo.
Los nietos de Tatsugoro nacieron en México y fueron enviados a estudiar a Japón. La madre de Marie, María Elena Matsumoto, regresó a México a los 12 años de edad, en el penúltimo barco que zarpó de Japón al estallar la Segunda Guerra Mundial.
Sanshiro, a diferencia de su padre, sí volvió a visitar Japón. Durante los años 60 llevó dos jardines botánicos con cactáceas típicas de México. A Marie le divierte recordar una fotografía de su abuelo con una nopalera interminable en segundo plano: "La foto fue tomada en Japón, no en Jalisco".
La abuela de Marie murió en 1999, después de celebrar los 100 años de la casa Matsumoto. Ahora son ella y su madre las que administran la misma florería que fundó Tatsugoro en 1895, además de las sucursales del Pedregal.

De la vulgaridad seudointelectual o "¿Por qué no me regala su libro?"

Iba yo en mi habitual paseo microblusero por los bucólicos rumbos de Villa Cloaca. Mi vista, cansada de alternar entre el paisaje asfáltico y los rostros inexpresivos y jetones de los demás pasajeros se topó repentinamente con una auténtica maravilla: una edición venerable de ensayos de Octavio Paz hojeada por una pasajera (a estas alturas del partido ya no hago suposiciones sobre el estado marital o la falta de éste respecto a féminas que rebasan los 18 años).

Dicha individua iba investida con el aire respetable de cualquier lector de transporte público: serena, imperturbable ante las embestidas de la vida y del pasaje, concentrada.

Qué dicha, pensé, ser la dueña del título en cuestión, Los privilegios de la vista, una serie de ensayos sobre artes plásticas. Toda yo ardía de envidia bibliófila desde la lejana perspectiva que mantenía, aunque no tanto como para no poder leer los títulos de los susodichos ensayos en la portada. Por no hablar del éxtasis que invariablemente me producen los volúmenes de añeja edición.

Como decía, la bienaventurada dueña del librín se ostentaba como digna representante del quehacer intelectual en el transporte público metropolitano: gafas de metal dorado, morral, ejem digo, librero portátil de la Gandhi, plumón fosforescente... ¿PLUMÓN FOSFORESCENTE?
Efectivamente, esta augusta estudiosa móvil se ayudaba de dicho implemento para realzar (literalmente) su lectura por las palabras del difunto Nobel.

Ante semejante acto de vandalismo (no sé calificarlo de otra forma) tarde se me hacía para intentar rescatar al sufrido volumen de las manos bárbaras que lo marcaban de una vez para siempre, no con el flagelo del desprecio o la censura, sino con un horrendo color "amarillo huevo-mírame a ídem". En un momento dado pensé en actuar como los carteristas: rápida y arteramente, sin embargo, mis habilidades no dan para lo primero, menos aún para lo segundo, lo cual me hizo reconsiderar mis intenciones iniciales y me conformé con rabiar calladamente, sumida en el abismo de la impotencia y el reggeatón de fondo que nos obsequiaban las bocinas de la unidad de transporte en cuestión.

¿Y el sacrosanto derecho de todo lector a señalar su lectura? Yo no lo desconozco, es más, lo defiendo a capa y espada... pero también defiendo las formas y modos; hay notas de lectura que sólo son innecesarias, sino absolutamente molestas. Hay distintos tipos de notas, las mejores sin duda son aquellas que se constituyen como preciosísimas ayudas y sutiles reflexiones de anónimos lectores avezados, aunque las más de las veces uno se encuentra con los borroneos insufribles de alguien más preocupado por subrayar cada centímentro cuadrado de papel que por ubicar una idea en particular. Ah, y con tinta roja o plumón.

Lo del libro de Paz fue casi tan bonito como otra experiencia memorable de la que fui testigo: una asistente habitual a los eventos de Bellas Artes (eso se veía) marcando con fruición un volumen bilingüe de poesías de Hölderin con un plumón fosforescente, en lo que comenzaba un concierto de Madredeus. La vista de tanta sensibilidad casi me hace llorar.

La reseña del libro de Paz, en cuestión:
https://www.fce.com.ar/fsfce.asp?p=https://www.fce.com.ar/series.asp?SER=40

Ay, paloma negra

"... mis ojos se mueren sin mirar tus ojos..."

No somos Nada...

INTERTEXTO (intertextualidad): ... Un texto puede llegar a ser una especie de collage de otros textos, algo como una caja de resonancia de muchos ecos culturales, y puede hacernos rememorar no sólo temas o expresiones, sino rasgos estructurales característicos de lecturas, de géneros, épocas, etc., pues, en efecto, otras lenguas y otros textos entran en un nuevo texto ya sea como citas (copiados), ya sea como recuerdos; ya sea entre comillas o como plagios (Kristeva). Y no sólo se recuerdan las analogías, los temas o las formas que se citan o se copian, sino aquellos que se transgreden al introducir el escritor algo nuevo en la literatura. De esta manera lo similar, aquello que imita el epígono, se convierte en lo disímil: lo personal, lo vital, lo diferente y propio del autor que es, a su vez, un precursor de algo nuevo, dice Sklovski, y agrega: "el escritor marcha hacia sí a través de las obras literarias ajenas, de las que suenan al oído de su época; él se dedica a contaminar". ...

Helena Beristáin, Diccionario de Retórica y Poética

Había una vez un escritor y periodista llamado Sergio di Nucci. Como a veces pasa, este escritor ganó un concurso organizado por una editorial bastante conocida y un periódico, con una novela llamada Bolivia construcciones. Como suele suceder también, la novela fue recibida con los consiguientes beneplácitos del jurado, la crítica y los lectores.

Pero lo que no se suele ver en estas historias, fue el merequetengue que se desencadenó cuando Agustín Viola, un chavo de pocos años pero muchas lecturas, expuso a los organizadores del concurso las más que numerosas y sospechosas similitudes entre la galardonada obra y otra narración que también había ganado un concurso hace varios años: Nada, de Carmen Laforet, novela emblemática de la literatura española de la posguerra.

Dejemos de lado el hecho de que este pequeño detalle se les escapó a los insignes jurados del concurso, entre los que figuraba ni más ni menos que Carlos Fuentes. Pasemos por alto que, como es lógico, el premio le fue retirado al firmante de Bolivia construcciones.

Lo que vale la pena destacar de todo este acontecimiento es la serie de argumentos con los que se ha querido justificar esta interesante operación literaria bajo el argumento de la presunta intertextualidad en la que parece regodearse la obra ex galardonada junto con la fascinante interpretación que se hace de dicho concepto:

... El descubrimiento del plagio y la revocatoria del premio desencadenó en una justificación por parte de Di Nucci y un debate entre quienes lo critican y quienes lo defienden. Dijo que se trataba de una operación de "intertextualidad", que jamás "quería perjudicar a Laforet, por el contrario quise que Nada tuviera más lectores y no menos... Esto de la reescritura de Nada se hace con las artes plásticas, como lo hizo (Andy) Warhol con La última cena".
Sin embargo, el jurado cuestionó "la ética y honestidad intelectual" de Sergio Di Nucci, y la dramaturga, Griselda Gambado, miembro del jurado, sostiene que "no hay trabajo de Di Nucci, sólo sustitución de nombres y palabras".
En su defensa salió el escritor Daniel Link, para quien "el uso de otros textos para construir la obra propia es una operación legítima". Pero la intertextualidad, surgida de los estudios del lingüista ruso, Mijail Bajtin, no es otra cosa que remitir a otras obras previas cuando se escribe, pero siempre marcando bien de dónde proviene la cita, algo que no ocurre en Bolivia construcciones. Pero lo sorprendente es que Jorge Panesi, director de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA), donde Sergio Di Nucci también funge como profesor, brindara un argumento como el que dio para salir en defensa de la obra y su autor, en un artículo en el Semanario XXIII.
"La acusación de plagio implica cuestionar toda la literatura moderna. En el Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, hay pasajes calcados del Ulises de James Joyce... El plagio en la literatura no existe, lo que existe es el robo. Así hay quienes adoran a los ladrones y consideran al robo como una de las bellas artes. Por eso, hay robos mal hechos y robos bien hechos. En este sentido, considero que Bolivia... es un robo bien realizado (sic)".
("Joven lector revela plagio en Argentina",
El Universal, 11 de marzo, 2007. Fragmento)

A modo de conclusión:
  1. 1. Siempre volvemos a los clásicos.
  2. 2. Lo bonito de conceptos como el de intertextualidad, es que alcanzan para las interpretaciones más subjetivas, siempre que sean para la propia conveniencia (o la ajena).
  3. 3. ¿Quién dice que los jóvenes ya no leen?

Olor a gas...

Soy bastante obsesiva. Obsesiva hasta llegar a lo tragicómico; tanto como para auto denominar mi manía como "Síndrome del vampiro" ¿Por qué? Según refieren los tratados vampirológicos, una de las mejores tretas para escapar de un feroz y artero ataque vampírico es desparramar una bolsa llena de semillas ante dicho ser. El Nosferatu en cuestión no sólo interrumpirá su persecución, sino que se detendrá a contar todas y cada una de las semillas tiradas, pues es incapaz de seguir correteando a ser ninguno antes de concluir dicha labor. Hay que dar fe al testimonio de quien escapó para contar la ingeniosa artimaña o al menos, para darle sustento y base lógica al origen del Conde Contar de Plaza Sésamo.

Pues bien, mi "Síndrome del vampiro" tiene que ver con los desastres domésticos y mi incapacidad para hacer y/o pensar nada hasta cerciorarme personalmente de que no hay tales.

Célebre en los anales familiares es la anécdota de aquella vez que la señora Mamá nos sacó a mis hermanitos y a mí del cine porque no se acordaba de haber cerrado la llave del agua del baño antes de emprender la expedición cinéfila. Y pasó todo: ni había dejado abierta la llave, ni había provocado el resurgimiento del medio lacustre, al menos en la colonia Roma.

Y más de uno concluirá sensatamente: Es mejor prevenir que lamentar. Pues sí, pero no a costa de la tranquilidad propia o ajena. Particularmente, la propia. El recuerdo de los Aristogatos, la llave de agua y la inundación casera que no fue, me ha perseguido todo este tiempo. Y si la sangre llama, las manías, también.

Estando ya alejada de mi hogar, inmersa en otros pensamientos de pronto se prende la alarma: ¿apagué, cerré, inserté? Y debo regresar tan cerca o tan lejos como esté para poder verificar si efectivamente, he apagado, encerrado, colocado y asegurado todo lo que deba ser apagado, colocado, etc.

Para tranquilizar a más de uno, debo decir que nunca he llegado al extremo de llegar a apagar algún incendio o solicitar el auxilio de la guardia costera. Sólo me queda exhalar un buen suspiro de alivio mientras ahogo una minúscula voz que me recrimina la pérdida de tiempo y esfuerzo. Pero al final coincidimos: es mejor estar seguros.

Por eso, nada como cierto fin de semana, uno de los más largos de mi vida, cuando nadé entre la zozobra y la incertidumbre de haber apagado la estufa antes de marcharme. Como suele ocurrirme, la idea me vino de improviso, y me cayó como balde de agua fría. Pero en primer lugar, ya me encontraba demasiado lejos como para poder regresar a verificar, según la costumbre; en segundo lugar, intenté tranquilizarme pensando en falsas alarmas anteriores.

Mejor haber regresado antes de pasarme un par de dias como los que pasé, imaginádome cuadros apocalípticos de departamentos estallando en medio del fuego; estadísticas de incendios domésticos; víctimas de quemaduras en todos los grados. No sé si ese fin de semana organizaron una convención de bomberos, el caso fue que a toda hora oía las sirenas ululando, con el consiguiente golpe al estómago y el pensamiento: "Que no se vayan hacia donde vivo..."

Para no hacer más largo el cuento, apenas pude, me lancé rauda y veloz de vuelta a verificar con mis propios ojos los estragos de mi piromanía involuntaria, e imaginándome ya en la ingrata labor de remover escombros, intentado rescatar uno o dos restos calcinados y humeantes de mis pertenencias; emprendiendo una audaz fuga del país antes de que se me señalara como la autora intelectual y material de los bombazos del año pasado, el fraude electoral del '88 y del '06, la crisis financiera del '94, el divorcio de Jennifer Anniston y Brad Pitt, la derrota del América, el compló para que Babel sólo se ganara un Óscar, y el incendio de un departamento.

Bueno, lo único que puedo contarles a manera de conclusión es que sigo tecleando desde un departamento que no presenta signos de incendio, inundación, temblor, tsunami, etc. Y que me encuentro averiguando precios de botiquines y extinguidores.

Si alguien me puede orientar al respecto, quedaré muy agradecida.